LA GENTE se dedicó a insultar a Jesús durante tres horas, y luego ocurrió algo totalmente inesperado: «Cuando llegó la hora sexta, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora novena” (Marcos 15:33).
Jesús había dicho: «Yo soy la luz del mundo» (Juan 8:12; 9:5). Cuando los hombres decidieron apagar esa luz, Dios cubrió la tierra de oscuridad. Y los acontecimientos que tuvieron lugar en esas tres horas de oscuridad nos llevan al corazón de la historia bíblica.
El sacrificio
En los tiempos del Antiguo Testamento, el pueblo de Dios realizaba un ritual anual en el que el sumo sacerdote colocaba sus manos sobre un macho cabrío y confesaba los pecados del pueblo sobre la cabeza del animal. Dios le dijo al sacerdote que pusiera los pecados del pueblo sobre la cabeza del macho cabrío (Levítico 16:21). El ritual era una ilustración de cómo Dios eliminaría nuestra culpa transfiriéndola a otro lugar.
Este tema está presente en toda la Biblia. El profeta del Antiguo Testamento, Isaías, habló de los sufrimientos del Mesías y dijo: “Pero el SEÑOR hizo que cayera sobre Él la iniquidad de todos nosotros” (Isaías 53:6). Dios puso nuestros pecados sobre el Mesías, y Él los cargó como si fueran Suyos.
En el Nuevo Testamento, Juan el Bautista identificó a Jesús como «el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Juan 1:29). Él cumpliría lo que todos los sacrificios del Antiguo Testamento habían ilustrado.
El apóstol Pedro describió lo que le ocurrió a Jesús en la oscuridad con estas palabras «Él mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre la cruz» (1 Pedro 2:24). El apóstol Pablo lo expresó de esta manera: «Al que no conoció pecado, lo hizo pecado por nosotros» (2 Corintios 5:21).
Toda la Biblia da testimonio de esta verdad central, misteriosa y maravillosa: que Jesús cargó con la culpa de nuestros pecados con su muerte en la cruz.
No es de extrañar que Dios haya envuelto este impresionante acontecimiento en la oscuridad. Trata de imaginar tu pecado como una carga que llevas. Dios el Padre levantó esa carga y la puso sobre Jesús, quien la llevó por ti. Jesús murió llevando los pecados del mundo. No podemos comenzar a imaginar lo que eso significó para el santo Hijo de Dios.
Infierno en la tierra
Cuando Jesús cargó con nuestros pecados, también soportó todas las dimensiones de las consecuencias que traen consigo. El perfecto Hijo de Dios se convirtió en el culpable a los ojos del Padre, y Jesús experimentó toda la fuerza del castigo del pecado derramado sobre Él.
El pecado nos separa de Dios, y durante estas horribles horas de oscuridad, el consuelo del amor del Padre le fue arrebatado al Hijo. Cristo experimentó todas las dimensiones del infierno en la cruz, y desde la profundidad de su agonía gritó en voz alta: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mateo 27:46).
Jesús fue el pararrayos del juicio de Dios. Al absorber toda la fuerza del castigo del pecado humano en su propio cuerpo, abrió el camino para que otros se salvaran del juicio de Dios. Él había orado para que otros fueran perdonados, y a través de Su muerte, lo hizo posible.
Este es un momento para detenerse y adorar. No podemos imaginar lo que la cruz debió significar para Dios Padre y Dios Hijo. ¿Cómo debió ser para el Padre entregar al Hijo por nosotros? ¿Cómo debió de ser para el Hijo sumergirse en las profundidades del infierno? Todo lo que sabemos es que en la oscuridad, el Hijo fue abandonado por el Padre. El Padre se apartó del Hijo. Dios fue abandonado por Dios.
Misión cumplida
Después de tres horas, la oscuridad pasó y Jesús dijo: «Consumado es» (Juan 19:30). Estas palabras fueron una declaración de triunfo. La tormenta había terminado. El juicio derramado sobre Cristo estaba agotado, totalmente pagado. Todo lo que había que hacer para reconciliar a los hombres y mujeres con Dios se había cumplido. El pecado había sido remediado, la justicia había sido satisfecha, y Jesús había completado todo lo que el Padre le había dado para hacer.
Ahora todo lo que quedaba era que Jesús entregara su vida. Y clamó en voz alta: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lucas 23:46). La vida de Jesús no le fue arrebatada (Juan 10:18). Se entregó por nosotros (Gálatas 2:20).
“El Hijo de Dios”
Un centurión y varios de sus hombres habían sido destinados a custodiar la cruz de Jesús. Su tarea era asegurarse de que nadie pudiera salvar a Jesús de la muerte. Habían custodiado la cruz durante las seis horas que duró la crucifixión de Jesús y habían sido testigos de todo lo que ocurrió.
Antes, los soldados se habían unido a la multitud para burlarse de Jesús. Pero la repentina y antinatural oscuridad del mediodía silenció a todos. Luego, en el momento en que Jesús murió, la tierra comenzó a temblar. La repentina oscuridad seguida del terremoto aterrorizó a los soldados que estaban al pie de la cruz, y confesaron: «¡En verdad este era Hijo de Dios!» (Mateo 27:54).
La multitud que había visto a Jesús sufrir y morir se fue a casa conmocionada y horrorizada. Habían estado convencidos de que estaban honrando a Dios al crucificar a Jesús. Pero nadie podía dudar de que la mano de Dios había estado en la oscuridad y el terremoto. ¿Qué les depararía el futuro si hubieran crucificado al Hijo de Dios?
La vista desde el valle más oscuro
El día en que Jesús murió fue el más oscuro de la historia de la humanidad. Levantado en una cruz, Jesús quedó suspendido entre la tierra y el cielo, rechazado por uno y abandonado por el otro. Pero llamamos a este día Viernes Santo, porque todo lo que Dios había prometido hacer desde el principio de los tiempos se cumplió con la muerte del Señor Jesucristo en la cruz.
Llevando nuestro pecado, hizo posible que fuéramos justos ante Dios. Al ser abandonado por el Padre, abrió el camino para que nos reconciliáramos con Dios. Entrando en las profundidades del infierno, abrió el camino hacia el cielo.
El insondable sufrimiento de Jesús en las tinieblas es el punto más bajo de la historia bíblica. Pero el valle más profundo conduce directamente a la montaña más alta.
33 Cuando llegó la hora sexta, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora novena. 34 Y a la hora novena Jesús exclamó con fuerte voz: «Eloi, Eloi, ¿lema sabactani?», que traducido significa, «Dios Mío, Dios Mío, ¿por qué me has abandonado?». 35 Algunos de los que estaban allí, al oírlo, decían: «Miren, está llamando a Elías». 36 Entonces uno corrió y empapó una esponja en vinagre, y poniéndola en una caña, dio a Jesús a beber, diciendo: «Dejen, veamos si Elías lo viene a bajar». 37 Pero Jesús, dando un fuerte grito, expiró. 38 Y el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo.
39 Viendo el centurión que estaba frente a Él, la manera en que expiró, dijo: «En verdad este hombre era Hijo de Dios».
(NBLA)
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