¿Está Dios enojado conmigo?
Debo confesar que me he preguntado esto más veces de las que me gustaría admitir. No solo cuando pienso en la lectura de la Palabra, sino también cuando considero las muchas otras cosas que se esperan de un cristiano, desde la oración hasta el evangelismo.
Empiezo el año animado con mi plan de lectura, pero conforme pasan los días, el trabajo, las responsabilidades en casa o el desánimo se interponen con mi objetivo. De repente, un día cualquiera, algo sale mal: se descompone el coche, tengo un problema con un amigo o no puedo resolver algo en el trabajo. Mi primera reacción es pensar que esa es la forma en que Dios me está diciendo que está molesto conmigo.
Irónicamente, lo que me lleva a pensar de esta manera es la falta de lectura de la Biblia. Si medito en la gran esperanza del evangelio, mi perspectiva cambia: mi vida no depende de lo que puedo hacer para mantener a Dios contento, sino de lo que Jesús hizo en la cruz para satisfacer a Dios. Nuestro Padre no es un Padre que solo está esperando el más mínimo error para castigarnos, sino un Padre que con gracia nos enseña y nos levanta por medio de Su Palabra.
Por supuesto, vale la pena luchar contra cualquier circunstancia que te aleje de meditar en las Escrituras. Pero la razón no es que «si no leemos, Dios se enoja con nosotros». Más bien, si no leemos nos estamos perdiendo tres grandes tesoros que están a nuestra disposición desde Génesis hasta Apocalipsis.
Primer tesoro: conocer a Dios
Uno de los riesgos más grandes cuando nos acercamos a la Biblia es pensar que se trata de nosotros, de nuestras necesidades, de nuestras preguntas o de nuestros conflictos personales. Aunque es cierto que en la Escritura podemos encontrar respuestas sobre estos asuntos, debemos estar conscientes de que la Biblia tiene un objetivo principal, glorioso y eterno: dar a conocer a Dios.
A través de cada libro, página y palabra de la Escritura, Dios nos da testimonio de Sí mismo; el Señor nos abre una ventana a Su naturaleza y a Su carácter a través de la Biblia. Si el anhelo de nuestro corazón es alcanzar la vida eterna, donde estaremos con Dios para siempre, entonces debemos acercarnos a Su Palabra con el deseo de conocerlo. Jesús mismo, en Getsemaní, lo expresó de esta manera: «Y esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, el único Dios verdadero y a Jesucristo a quién tú enviaste» (Jn 17:3).
Segundo tesoro: conocerme
La Biblia está llena de advertencias contra confiar en nuestras motivaciones. Nuestros mayores problemas surgen de creer que podemos ser felices siendo «nosotros mismos», cuando el regalo de la Palabra es que podamos ver quiénes somos a los ojos de Dios.
Hoy muchos afirman que la Biblia es anticuada o irrelevante. Esto no es verdad. Al ser inspirada por Dios, la Escritura está viva; cuando la leemos, nuestro pecado es expuesto (Heb 4:12). Al escudriñar las Escrituras, por obra del Espíritu Santo, veremos nuestra oscuridad más profunda y la gloriosa esperanza que encontramos en el Salvador.
Tercer tesoro: conocer cómo vivir
Algunos sugieren que la Biblia no puede ser fundamento para nuestra vida porque no trata con los problemas actuales de la humanidad. Sin embargo, cuando leemos la Escritura, nos damos cuenta de que el problema del ser humano siempre ha sido el mismo: vivir en nuestros propios términos, buscando respuestas dónde no las hay.
En palabras de C.S. Lewis: «Casi todo lo que llamamos historia humana —el dinero, la pobreza, la ambición, la guerra, la prostitución, las clases, los imperios, la esclavitud—, la larga y terrible historia del hombre intentando encontrar otra cosa fuera de Dios que lo haga feliz».
La Biblia es el testimonio de Dios para presentarse a Sí mismo al mundo. Al mismo tiempo, por gracia, nos ofrece un camino —el único Camino, Jesús y Su sacrificio— para reconciliarnos con Él. Una vez que abrazamos el evangelio, no podemos hacer otra cosa sino andar como lo que ya somos en Cristo: hijos de Dios. Eso exige que vivamos bajo la autoridad de las Escrituras y de Su Autor.
La verdadera pregunta
Para poder perseverar en la lectura de la Biblia (y en todo lo que significa ser cristiano) necesitamos cambiar de perspectiva: quitar los ojos de nosotros y ponerlos en Jesús. Para lograrlo, debemos entonces cambiar las preguntas que nos hacemos.
En su estudio sobre Hebreos 12, «Corriendo con los testigos» (en inglés), el pastor John Piper nos ayuda a plantearnos estas cuestiones de forma más apropiada:
La batalla de la fe, la carrera de la vida cristiana, no se pelea bien o se corre bien, al preguntar: «¿Qué hay de malo con esto o aquello?», sino al preguntar «¿Esto me obstaculiza para una fe mayor, un amor mayor, una pureza mayor, un valor mayor, una humildad mayor, una paciencia mayor y un dominio propio mayor?». No se pelea preguntando «¿Es un pecado?», sino «¡¿Me ayuda a correr?! ¿Es un obstáculo?». No pregunten: «¿Qué hay de malo en ello?». Pregunten: «¿Me ayuda a correr la carrera? ¿Me ayuda a correr para Jesús?».
La pregunta correcta no es «¿Dios se enoja si no hago ___________?». Lo que debemos preguntar es: ¿La manera en que estoy caminando me lleva a conocer mejor a Dios (y por lo tanto a mí mismo) de modo que pueda vivir de tal forma que traiga gloria a Su Nombre?
Todos nos quedamos cortos en hacer lo que Dios nos demanda, pero el camino a complacer al Padre no está en buscar hacerlo a nuestro modo, sino en andar en la verdad de Su Palabra que nos hace libres para obedecer.
Toma tu Biblia, ábrela y ruega para que el Espíritu Santo te muestre el gozo y la delicia que hay en conocer a Dios a través de cada palabra. Que tu oración sea la del salmista: «Abre mis ojos, para que vea las maravillas de tu ley» (Sal 119:18).
Este artículo fue publicado en Coalición por el Evangelio.