Cuando Dios dio los Diez Mandamientos en el Monte Sinaí, incluso Moisés temblaba de miedo. El pueblo dijo a Moisés: “Habla tú con nosotros y escucharemos, pero que no hable Dios con nosotros, no sea que muramos” (Éxodo 20:19). Así que Dios habló a Moisés, y Moisés habló las palabras de Dios al pueblo. Este era el ministerio de los profetas del Antiguo Testamento.
Las personas a las que se les otorga una posición de poder, a menudo empiezan a sentir que, de alguna manera, están más allá de las normas que se aplican a los demás. Así le ocurrió a David. Un día el rey vio a una mujer casada llamada Betsabé, David tenía el poder para conseguir lo que quería, así que ignoró la ley de Dios y tomó a la mujer.
David amaba al Señor, pero incluso un corazón que ama a Dios puede albergar algunos afectos extraños. Los sentimientos de David por Betsabé eran totalmente ofensivos para Dios, pero también eran muy poderosos y cedió a ellos.
Cuando David descubrió que Betsabé estaba embarazada, se apresuró a cubrir sus huellas. David ordenó que el marido de la mujer, Urías, fuera enviado a casa desde el campo de batalla con el pretexto de traer noticias del ejército. Si Urías pasaba unas noches en casa con su mujer, sería identificado como el padre del niño.
Pero no funcionó. Urías era un soldado concienzudo, y no creía que debiera estar en casa con su mujer mientras otros arriesgaban sus vidas en el campo de batalla. Así que David tuvo que recurrir a medidas más desesperadas: ordenó que pusieran a Urías en el frente de batalla, lo que hizo inevitable su muerte (2 Samuel 11:5-17).
Poco después, David tomó como esposa a la recién enviudada Betsabé. Todo esto ocurrió sin que el público lo supiera. Fue el máximo encubrimiento, excepto por una cosa: «lo que David había hecho fue malo a los ojos del SEÑOR» (11:27). Dios vio lo que se hizo, y no se quedó callado.
Hablar la Palabra de Dios
David pensó que su encubrimiento del escándalo había tenido éxito, hasta que el profeta Natán llegó al palacio. Usando una inteligente parábola, Natán le contó a David sobre un hombre rico que robó el cordero de un hombre pobre. Cuando David escuchó la historia, se llenó de ira por lo que había hecho ese hombre, quería saber quién era ese hombre para poder llevarlo ante la justicia.
Observa que lo que enfureció a David fue un reflejo de su propio pecado. El hombre rico tomó lo que le pertenecía a otra persona y que era muy querido por ella, esto era lo que David había hecho y cuando vio su pecado en otra persona, lo odió y lo condenó.
Cuando el pecado de otra persona te enfurece, esto es lo que puedes hacer: despersonalizarlo y escribir lo que es… esto es avaricia, esto es orgullo, esto es lujuria, esto es engaño, esto es idolatría. Luego pídele a Dios que te muestre en qué parte de tu vida puedes ser culpable de lo mismo. Lo que más te hace enojar en otros puede estar escondido en tu propio corazón.
Dios abrió los ojos de David al pecado que se escondía en su corazón cuando Natán le dijo: «¡Tú eres aquel hombre!» (12:7). Las defensas de David se abrieron de par en par, pero ésta era la gracia de Dios en acción. David se había adentrado en las tinieblas, y Dios envió a un profeta para traerlo de vuelta.
A lo largo de los siglos, Dios habló su palabra a través de los profetas. Pero en la plenitud de los tiempos, Dios envió a Su Hijo (ver Hebreos 1:1-2): «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Juan 1:14).
Los profetas oyeron la Palabra de Dios, pero Jesús es la Palabra de Dios. Las palabras que pronunció le fueron dadas por el Padre: “No he hablado por Mi propia cuenta, sino que el Padre mismo que me ha enviado me ha dado mandamiento sobre lo que he de decir y lo que he de hablar… lo que Yo hablo, lo hablo tal como el Padre me lo ha dicho” (Juan 12:49-50).
Pero Jesús es más que un profeta. Afirmó lo que ningún otro profeta se atrevería a decir: «Yo y el Padre somos uno» y «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Juan 10:30; 14:9). Todo lo que Dios tiene que decirte está expresado en Jesucristo. Por eso no necesitamos ningún otro profeta hoy en día, Dios habló en el pasado por medio de los profetas, pero todos ellos apuntaban a Jesús, que es la Palabra de Dios.
Ponerse en los zapatos de un profeta
¿Cómo era para un profeta recibir la Palabra de Dios? El apóstol Pedro nos lo cuenta en el Nuevo Testamento: «Pero ante todo sepan esto, que ninguna profecía de la Escritura es asunto de interpretación personal, pues ninguna profecía fue dada jamás por un acto de voluntad humana, sino que hombres inspirados por el Espíritu Santo hablaron de parte de Dios» (2 Pedro 1:20-21).
La mejor manera de entender lo que Pedro está diciendo aquí es a través de una historia en el libro de los Hechos. Pablo estaba bajo arresto, y lo llevaban en barco como prisionero a Roma; Lucas relata: «Pero no mucho después, desde tierra comenzó a soplar un viento huracanado que se llama Euroclidón, y siendo azotada la nave, y no pudiendo hacer frente al viento nos abandonamos a él y nos dejamos llevar a la deriva» (Hechos 27:14-15).
La palabra que Lucas utilizó para referirse a la nave que era «arrastrada» por el viento es la misma que utilizó Pedro para referirse a los profetas que eran «arrastrados» por el Espíritu Santo. ¿Cuánto control tienes cuando estás en un barco que es arrastrado por una tormenta? No mucho. La dirección del barco es controlada por el viento. El mensaje de los profetas era controlado por el Espíritu.
Las palabras de los profetas venían de Dios. Estos hombres «hablaban de parte de Dios» (2 Pedro 1:21). Ellos no controlaban el mensaje; el mensaje los controlaba a ellos; les vino de Dios como un viento poderoso, y fueron llevados de manera que lo que escribieron fue exactamente lo que Dios quería que dijeran.
¿Cómo sabemos quién es Dios? ¿Cómo sabemos qué es la verdad? La respuesta es que Dios habla. A los profetas se les concedió el privilegio único de estar en la presencia de Dios y de oír Su voz, para que pudieran decir las palabras de Dios al pueblo. Si Dios no se hubiera dado a conocer, todo lo que tendríamos es la suma de la experiencia humana, mucha de la cual es inmensamente dolorosa. En un mundo de opiniones, Dios nos ha dado la revelación.
Así es como los profetas pudieron hablar de cosas que, de otro modo, no habrían podido conocerse. Isaías habló de una virgen que concebiría y daría a luz un hijo (Isaías 7:14), Zacarías habló de un rey que llegaría a Jerusalén montado en un burro (Zacarías 9:9), la única manera en que los profetas podían saber estas cosas era que Dios se lo dijera.
¿Cómo supo Natán del adulterio de David? Dios se lo dijo. Dios le habló a Natán y echó por tierra el engaño de David.
Respondiendo a la Palabra de Dios
Cuando Dios confrontó a David a través de Natán, el rey dijo: «He pecado contra el SEÑOR» (2 Samuel 12:13). David pudo haber dicho: «Natán, no entiendes, mi matrimonio está muerto desde hace años». Eso podría haber sido cierto. O David podría haber dicho: «Natán, sé que he hecho mal, pero otros líderes han hecho lo mismo o peor». Eso también habría sido cierto. Pero David no puso excusas. Dijo: «He pecado contra el SEÑOR». ¿Habrías dicho eso? La forma en que respondas a la Palabra de Dios cuando tu pecado sea revelado dirá mucho de ti.
David descubrió que la confesión honesta le llevó al perdón de Dios. El dolor de su conciencia reprimida fue liberado, y la alegría de su salvación fue restaurada.
Mil años después, Dios se enfrentó a otro rey llamado Herodes a través de un profeta que se llamaba Juan el Bautista. Herodes estaba muy interesado en las cosas espirituales, y le gustaba escuchar la predicación de Juan.
Un día Dios le dio palabras a Juan para que le hablara a Herodes sobre su relación ilícita con la esposa de su hermano. El rey no quiso escucharlo, y al final, ordenó que le trajeran la cabeza de Juan el Bautista en un plato.
A pesar de esta atrocidad, Herodes estaba interesado en conocer a Jesús. Y cuando tuvo la oportunidad, lo acosó con muchas preguntas, pero Jesús se negó a responder (Lucas 23:9). Herodes había rechazado la palabra de Dios a través de Juan el Bautista. Había endurecido su corazón, y ahora el Salvador no tenía nada más que decirle.
Por lo que sabemos, la siguiente vez que Dios le habló a Herodes fue sin un profeta y sin un Salvador. La siguiente vez que escuchó la Palabra de Dios, fue en presencia de Dios.
David hizo una mejor elección que Herodes, escuchó la Palabra de Dios incluso cuando lo expuso, y respondió con fe y arrepentimiento. Dios restauró a David, y lo hizo a través de Su Palabra.
Esto es lo que descubrimos hoy:
Si alguna vez has deseado que Dios te hable, debes saber que lo hace. Dios habla a través de Su Palabra y por Su Espíritu. Cuando se abre Su Palabra, se escucha Su voz.
Al estudiar la Biblia y escuchar su proclamación, te darás cuenta que Dios dice algunas cosas que pueden ser difíciles de aceptar. Escuchar la verdad sobre tus pecados te hará sentir incómodo pero siempre que Dios habla, es una señal de Su gracia. Su propósito es siempre restaurar y bendecir. Cuando abres la Biblia, estás leyendo la Palabra de Dios y puedes confiar en todo lo que Dios dice.
1 Entonces el Señor envió a Natán a David. Y Natán vino a él y le dijo:
«Había dos hombres en una ciudad, el uno rico, y el otro pobre.
2 El rico tenía muchas ovejas y vacas.
3 Pero el pobre no tenía más que una corderita
Que él había comprado y criado,
La cual había crecido junto con él y con sus hijos.
Comía de su pan, bebía de su copa y dormía en su seno,
Y era como una hija para él.
4 Vino un viajero a visitar al hombre rico
Y este no quiso tomar de sus ovejas ni de sus vacas
Para preparar comida para el caminante que había venido a él,
Sino que tomó la corderita de aquel hombre pobre y la preparó para el hombre que había venido a visitarlo».
5 Y se encendió la ira de David en gran manera contra aquel hombre, y dijo a Natán: «Vive el Señor, que ciertamente el hombre que hizo esto merece morir; 6 y debe pagar cuatro veces por la cordera, porque hizo esto y no tuvo compasión».
7 Entonces Natán dijo a David: «Tú eres aquel hombre. Así dice el Señor, Dios de Israel: “Yo te ungí rey sobre Israel y te libré de la mano de Saúl. 8 Yo también entregué a tu cuidado la casa de tu señor y las mujeres de tu señor, y te di la casa de Israel y de Judá; y si eso hubiera sido poco, te hubiera añadido muchas cosas como estas. 9 ¿Por qué has despreciado la palabra del Señor haciendo lo malo ante Sus ojos? Has matado a espada a Urías el hitita, has tomado su mujer para que sea mujer tuya, y a él lo has matado con la espada de los amonitas. 10 Ahora pues, la espada nunca se apartará de tu casa, porque me has despreciado y has tomado la mujer de Urías el hitita para que sea tu mujer”.
(NBLA)
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